CUENTOS CLASICOS...DE HORACIO QUIROGA

jueves, 31 de enero de 2008

 

CUENTOS CLASICOS

DE HORACIO QUIROGA

LA GALLINA DEGOLLADA

POR TURUNEN

Todo el día sentados en el patio, es un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a el, cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Cuando el sol se ocultaba tras el cerco al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando al sol con alegría bestial, como si fuera comida. Casi siempre estaban apagados en su sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor ocho. Su aspecto sucio y desvalido denotaba la falta de cuidado. Sin embargo, esos cuatro idiotas habían sido un día el encanto de sus padres.

A los tres meses de casados Mazzini y Berta, decidieron orientar su amor hacia algo más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para estos dos enamorados? Así lo sintieron ellos, cuando el hijo llego, creyeron cumplida su felicidad. La criatura nació bella y radiante hasta que cumplió año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéndolo una noche convulsiones terribles, a la mañana siguiente no conocía a sus padres. Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento, pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo, había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de du madre

- ¡Hijo mío! - sollozaba esta sobre aquella espantosa ruina de su primogénito

Con el alma destrozada Mazzini redoblo el amor a su hijo, tuvo así mismo que consolar a Berta, herida en lo más profundo de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació este y su salud y limpidez encendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez cayeron en honda desesperación. ¡Su sangre y su amor estaban malditos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor. Sobre vinieron mellizos y punto por punto se repetía el proceso de los dos mayores. Más por encima de su inmensa amargura, a Mazzini y Berta les quedaba una gran compasión por sus cuatro hijos. No sabían deglutir, ni sentarse, ni cambiar de sitio. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban con todo. Cuando los lavaban, mugían hasta llenarse de sangre el rostro. Solo se animaban a comer cuando veían luces brillantes o escuchaban truenos. Se reían entonces, echando la lengua fuera con radiante frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad para imitar, pero no se pudo lograr nada más.

Pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo hubiera aplacado la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada uno había tomado la parte de culpa que le correspondía en la miseria de sus hijos, pero con la desesperación, nació la imperiosa necesidad de culpar a los otros.

Iniciaron primero cambiando el pronombre: tus hijos. Y como además del insulto había la insidia, la atmosfera se cargaba de tensión y odio. Tras el primer choque sucedieron otros, cada vez más constantes y fuertes. Pero tras las inevitables reconciliaciones sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, los padres pusieron en ella su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites de la mal crianza. Al nacer su péquela hija, se olvidaron por completo de los otros, su solo recuerdo los horrorizaba como algo atroz.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija despertaba en los padres los rencores hacia su descendencia podrida. Desde el primer disgusto los padres se habían perdido el respeto y comenzaron a humillarse por completo. Antes se contenían por la mutua falta de éxito, ahora que este había llegado, cada uno atribuía al otro la infamia de los cuatro engendros que se procrearon. Con estos sentimientos ya no hubo para los hijos afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer y los acostaba con visible brutalidad. Casi nunca los lavaba.

De este modo, la pequeña cumplió cuatro años. Amaneció un esplendido día, así que decidieron salir después de almorzar. Como apenas tenían tiempo ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante, había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo poco a poco para conservar fresca la carne, sintió algo tras ella. Volteo y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación.

-¡Señora! Los niños están en la cocina

-¡Que salgan, échelos! ¡Échelos le digo!

Las cuatro pobres bestias fueron sacudidas y golpeadas brutalmente y empujadas a su banco

Después de almorzar, salieron todos, al bajar el sol volvieron de su paseo y pasaron a saludar un momento a sus vecinas. Su hija se escapo en ese momento a casa.

Entre tanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto el cerco, comenzaba a hundirse y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa el punto más alto, quería trepar, de eso no había duda. Los cuatro idiotas, vieron como su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio sobre las cosas en las que se había trepado y como con la puntita del pie lograba alzarse para colocar su garganta por encima del cerco. Pero la mirada de los idiotas se había animado, por la luz insistente que estaba inmersa en sus pupilas. No apartaron la vista de su hermana, mientras comenzaban a sentir esa gula bestial, beneficiada de los rayos de luz. De pronto cambio la línea de sus rostros y se dibujo en cada uno de ellos una ligera sonrisa.

Lentamente avanzaron hacia el cerco, la pequeña se disponía a montar a horcajadas sobre la cerca, cuando de pronto se sintió sujetada de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos la llenaron de un inmenso miedo.

- ¡Suéltame! ¡Déjame! - grito mientras sacudía la pierna

- ¡Mamá! ¡Papá! - gritaba mientras lloraba impresionadamente. Trato de sujetarse del borde, pero cayó.

- ¡Mamá, ay ma…! - no pudo gritar más, uno de ellos le apretaba el cuello, apartando sus chinos, como si fueran plumas, la niña se desmayo. Los demás la arrastraron entones de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana habían visto degollar a la gallina. Sujetaron bien fuerte a la niña y segundo a segundo le arrancaban la vida.

Mazzini, en la casa de enfrente creyó escuchar los gritos de su hija. Presto atención, pero no escucho más y salió entonces corriendo.

- ¡Berta, Bertita! - y el silencio fue tan fúnebre que su corazón se sintió aterrado, y sintió helarse su espalda en ese momento.

Corrió hacia el patio y al pasar por la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujo violentamente la puerta, que estaba atrancada y lanzo un grito de horror, mientras veía como sus cuatro hijos satisfacían lentamente su gula bestial despertada por la pequeña niña.

Su esposa, que se había lanzado corriendo tras él, fue detenida por Mazzini

- No entres… -

Berta alcanzo a ver el piso inundado de sangre y echo su cabeza en los brazos de él con un largo llanto.

1 COMENTARIOS:

Minerva dijo...

Recuerdo que hace varios años leì a Quiroga.

El mas impactante para mì fuè el de ''El almohadon de plumas''.

Saludos :)